La muela gigante de San Agustín y los elefantes extintos de Cuvier.
"Yo mismo vi, y no solo, sino algunos otros conmigo, en la costa de Útica o Biserta, un diente molar de un hombre, tan grande que si le partieran por medio e hicieran otros del tamaño de los nuestros, me parece que pudieran hacerse ciento de ellos; pero creo que aquél fuese de algún gigante".
San Agustín, La Ciudad de Dios, libro XV, capítulo IX.
Agustín de Hipona, o San Agustín, es uno de los más importantes padres de la Iglesia. En La Ciudad de Dios, Agustín presenta una serie de reflexiones sobre lo humano y sobre lo divino en el contexto de los turbulentos tiempos del siglo V que vieron el final del otrora poderoso Imperio Romano. ¿Por qué un sabio de la estatura de San Agustín, en un libro eminentemente religioso, discute el hallazgo de un diente molar gigantesco? En el libro XV de su libro, Agustín discute la existencia en el pasado de seres humanos de gran talla, tal como lo señala la Biblia. “Existían entonces los gigantes en la tierra”, nos explica el libro del Génesis, “y también después, cuando los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo.”
El molar que Agustín vio en la costa de lo que entonces era el proconsulado africano del Imperio Romano era para el sabio cristiano una prueba tangible de los gigantes antediluvianos mencionados en la Biblia. Invocando los escritos de Plinio el Viejo, Agustín argumenta que los hombres se han ido haciendo paulatinamente más pequeños y menos longevos desde los tiempos del Antiguo Testamento. El molar hallado en Útica era, en la visión de Agustín, una prueba irrefutable de la existencia de los gigantes del Génesis. Hoy en día sabemos que el diente gigantesco que observó San Agustín perteneció muy probablemente a un mamut, un tipo de elefante extinto del que se han encontrado restos fósiles en diversas partes de América del Norte, Eurasia y el Norte de África, incluyendo el área donde antiguamente se encontraba el puerto de Útica, en lo que hoy es Túnez. Específicamente, el mamut africano vivió en el norte de África en el Plioceno, hace más de dos millones de años.
Los fósiles de mamut y otros parientes extintos de los elefantes son relativamente comunes en muchos sitios, y diferentes culturas han tratado de explicar la existencia de huesos y dientes gigantescos de estos animales dentro de su propia cosmovisión. Por ejemplo, Los tlaxcaltecas prehispánicos del centro de México, acérrimos rivales de los aztecas, contaban la historia de que sus ancestros habían logrado vencer a una raza de gigantes que eran los pobladores originales de sus tierras. Cuando los españoles de Hernán Cortés llegaron a la Tlaxcala de principios del siglo XVI, el orgulloso líder Xicoténcatl ordenó mostrar a los conquistadores, como prueba de estas historias, un gigantesco hueso que, en palabras de Bernal Díaz del Castillo, “era muy grueso, el altor tamaño como un hombre de razonable estatura, y aquel zancarrón era desde la rodilla hasta la cadera.” El hueso en cuestión en realidad seguramente perteneció a un mamut o a un mastodonte, otra especie de elefante extinto relativamente común en México hasta el final del Pleistoceno, hace unos 11,000 años.
En varias islas del Mediterráneo se pueden encontrar huesos fósiles de pequeños elefantes que se extinguieron hace unos cuantos miles de años. Los cráneos de estos animales son de todas maneras mucho más grandes que los de los humanos, y presentan en su centro la peculiar cavidad nasal, que es un orificio de gran tamaño en el que se inserta la trompa. Como las órbitas de los ojos son muy pequeñas en los elefantes, los cráneos dan la impresión de tener un único hueco, de gran tamaño, justo en la parte media. Othenio Abel, un paleontólogo de principios del siglo XX, especuló que el hallazgo de estos cráneos en las islas mediterráneas podía haber inspirado en los griegos clásicos la leyenda de los cíclopes, la raza de gigantes con un solo ojo.
El estudio científico de los fósiles de mamut en Europa avanzó muy lentamente, debido precisamente a las ideas preconcebidas basadas en las creencias religiosas. Todavía en 1613, Nicholas Habicot, un médico y anatomista francés, escribió un ensayo llamado Gigantostologie en el que se describen unos huesos hallados en el sureste de Francia como los restos de un gigante humano antediluviano. Al poco tiempo, Jean Riolan, un botánico, escribió en forma anónima una crítica a Habicot, llamada Gigantologie, en la que sugiere que los huesos de gran tamaño podrían ser de elefante.
Finalmente, en 1796, Georges Cuvier mostró con contundencia científica que los huesos y dientes de gran tamaño que la mayoría consideraba evidencia de los gigantes bíblicos eran en realidad restos de elefantes extintos. En su Memoria sobre las especies de elefantes, vivientes y fósiles, leída ante el Instituto Nacional de Francia, Cuvier mostró que las diferencias entre un elefante asiático y uno africano eran suficientes como para considerarlos especies separadas. Más aún, el sabio francés concluyó, refiriéndose al mamut siberiano y al “animal de Ohio” (el mastodonte) que: Estos animales [fósiles] por tanto difieren del elefante tanto como, o aún más, que lo que un perro difiere de un chacal o una hiena.
Con sus detalladas observaciones, Cuvier no solo mostró que los huesos de supuestos gigantes del pasado no eran sino restos de elefantes, sino que además llegó a la inescapable conclusión de que estos elefantes pertenecían a especies que se extinguieron en un pasado remoto. En la época, la idea de que un animal pudiera extinguirse iba en contra de la concepción, también basada en principios religiosos, de que existía un orden divino en la naturaleza que impediría que uno de sus elementos desapareciera. La idea de la extinción de especies era, por tanto, revolucionaria. Sin embargo, las pruebas presentadas por Cuvier fueron bien recibidas por la comunidad científica, en particular en el ambiente que imperaba en Francia a los pocos años de la Revolución.
Curiosamente, Cuvier nunca aceptó las ideas que sobre la evolución de las especies habían discutido sus compatriotas Jean-Baptiste Lamarck y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire. Desde la perspectiva de Cuvier, era imposible que una especie de animal pudiera transformarse en otra. Además,. argumentaba, resultaba sumamente difícil imaginar cómo podría sobrevivir.una forma intermedia entre dos especies existentes. Las especies podían desaparecer, pensaba Cuvier, pero no parecía existir un proceso que pudiera permitir la aparición de especies nuevas a partir de las existentes.
De todas maneras, se puede decir con toda justicia que la idea de la extinción como un concepto científico nació el 4 de abril de 1796 con la lectura del ensayo de Cuvier. La muela gigante descrita por San Agustín casi mil cuatrocientos años antes finalmente encontró su lugar en la ciencia.
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